sábado, 12 de noviembre de 2016

Crónica del seguimiento de la XV Semana del Pintxo realizada por Susana Rodríguez Lezaun (2)

Segunda cita con los pintxos de la Txantrea. Al jurado ya se le ve más desinhibido y confiado. Ingenuos... Les quedan once pintxos que degustar, la guerra no ha hecho más que empezar. Yo sí que estoy desinhibida. Entro en los bares hasta la cocina, saludo e interrogo a los cocineros y cocineras, pregunto todo lo que se me ocurre y, además, disfruto del pintxo sin tener que pensar en la calificación que se merece.
Bajamos hasta el Bar Trápala. Tengo que reconocer que espero mucho de este bar. El año pasado me sorprendió su apuesta y he depositado grandes expectativas en él. Y como no podía ser de otra forma, no me defrauda. El pintxo se llama Begi Trampa, y efectivamente es un engaño para la vista, un trampantojo fantástico. Me habría encantado ver la cara de algún cliente al ver lo que le ponían delante. «¿Chocolate con churros? Quítame el vino y ponme un vasito de agua…» Yo ya sabía de la creatividad de los responsables del Trápala, así que sonrío y observo la reacción del jurado, que juguetea con los «churros» mientras comprueba la consistencia del «chocolate». Sólo cuando te lo llevas a la boca descubres que el chocolate es en realidad una crema de morcilla de Burgos y caldo de ave, y los churros se han elaborado a partir de la deconstrucción de una tortilla de patata, convertida en puré para volver a darle después la forma deseada. El resultado, increíble y muy sabroso. La cocinera, Arantxa Garmendia, que no quería salir en la foto, puede estar orgullosa de su creación.
Nos adentramos después en las entrañas de la Txantrea. Está oscuro, las farolas apenas son capaces de iluminar nuestros pasos y decidimos, cautos, cruzar la carretera por el paso de peatones, no vaya a ser que los coches no nos distingan en una noche como esta. Nos consolamos pensando en que al menos no llueve… El faro en la oscuridad es el Bar Peruggia, que brilla y nos atrae como el calor a las polillas. Tengo que reconocer que, aunque hemos venido a probar el pintxo, lo primero que nos llama la atención son las tartas expuestas en un refrigerador junto a la barra. Tarta de queso, de manzana, petisús de nata… Me quedaría a vivir aquí.
El responsable del Peruggia, José Mª Ovejas, nos reconoce nada más vernos y sale a saludarnos. Al jurado hay que tratarlo bien… Nos acomoda y nos sugiere que, dado que el suyo es un pintxo basado en el marisco, lo acompañemos con un vino blanco bien fresco. Mayoría absoluta alrededor de la mesa (cuántos querrían…) y un minuto después el chardonnay titila dentro de las copas. Está delicioso.
Mientras llegan sus creaciones, nos explica que el pintxo se llama Aloha Ke Kai, que en hawaiano significa Amantes del mar. El motivo pronto nos queda claro: se trata de una bola, una especie de croqueta pero de mayor tamaño, elaborada con una crema de mejillón, gambón, salmón, espinacas y queso cheddar, rebozada con harina, pipas de girasol y pimienta rosa. El pintxo reposa sobre una cama de cebolla y una base de algas hidratadas con limón y, además, el plato está decorado con unas gotas de mahonesa coloreada de azul que simula el mar. Para la vista es un espectáculo; para el paladar, un gozo infinito. El artista creador es Diego Ovejas, hijo de José Mª y, sin duda, un joven con un futuro muy prometedor en el mundo de la cocina. A nahu o na akua, que en hawaiano significa Un bocado de dioses.
Nos queda ahora un paseíto hasta la plaza de Ezkaba, ideal para digerir lo degustado hasta ahora y hacer sitio a lo que nos queda. Charlamos sobre cuánto ha cambiado la Txantrea, un barrio que, a pesar de todo, sigue manteniendo ese espíritu mancomunal y de buen vecino con el que se construyó hace ya más de sesenta años. Nos conocimos ayer, pero conversamos como viejos amigos. Es lo que tiene ir de bares y compartir buenos pintxos y una copita de vino.
En el Bar El Nilo nos espera Iñaki, tan grande y sonriente como siempre. El local está lleno de parroquianos habituales, incluido un bertsolari que no termina de animarse a cantarnos algún verso. Pensándolo bien, igual fue mejor. Hacía un rato que no llovía, y todavía teníamos que volver a casa… Le pregunto a Iñaki qué significa para él la clientela fija, y reconoce que casi es capaz de adivinar quién viene a qué hora cada día y qué va a pedir, «pero lo que me gusta de la Semana del Pintxo», me cuenta, «es que viene gente que no conozco, y eso nos da mucha vida». Eso, y que seguro que se ha corrido la voz de que el pintxo está delicioso. Se trata de un milhojas de patata confitada con manzana reineta y foie, bañado con una reducción de Pedro Ximénez y pasas y coronado con un adorno de azúcar caramelizada. Vuelven a faltarme los emoticonos en el teclado. Necesito fuegos artificiales. La cocinera, Sabrina Hinestroza, una venezolana «de Elizondo de toda la vida», amplía su ya habitual sonrisa cuando la felicitamos.
Dejo al jurado debatiendo sobre el punto del foie y la ternura de la patata y me vuelvo hacia Iñaki; tiene una última cosa que contarme, algo que define a la perfección y sublima hasta el límite la figura del hostelero de barrio. El pintxo se llama Capuchino en honor a Miguel, a quien todo el mundo conocía por ese mote. Era un cliente de toda la vida, un parroquiano de vino y partida, que falleció el pasado mes de agosto. Iñaki decidió honrar su memoria con esta creación. Queda con esto demostrado que estar detrás de una barra es mucho más que servir vinos y hacer caja. En el bar de un barrio se vive con los vecinos, se sufre y se ríe con ellos, y cuando desaparecen, se les echa mucho de menos.


Susana Rodríguez Lezaun

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